1/12/09

Lucía Serredi se pregunta sobre el futuro del palacio del Infante Don Luis y de sus jardines

En los años 70, un grupo de profesionales relacionados con el paisajismo, la universidad, la arquitectura, el movimiento vecinal y sobre todo la asociación de defensa del patrimonio ADELPHA, iniciamos una rigurosa y apasionada lucha para que los jardines históricos fueran considerados parte integrante y singular del patrimonio, y se restauraran siguiendo las mismas pautas marcadas internacionalmente para los monumentos arquitectónicos.

A partir de ese momento los jardines fueron objetos de estudios, análisis y diagnósticos, normas y metodologías: momento esperanzador después de tantas destrucciones, aproximaciones empíricas y -en el mejor de los casos del más absoluto abandono. Las administraciones empezaron a reaccionar y se impidieron entonces proyectos disparatados como los previstos, entre otros muchos, para El Capricho de la Alameda de Osuna o el Jardín Botánico de Madrid.

Han pasado más de tres décadas y en estos últimos años se han organizado multitud de congresos y masters, sin embargo la concreción de esta nueva disciplina -la restauración de la jardinería histórica- no ha supuesto, salvo excepciones, mejores resultados. Todo lo contrario: la anti-cultura de masa y del espectáculo, el divismo de los profesionales, la exaltación de una modernidad fuera de contexto, han traído una muy peligrosa subjetividad unida a una ignorante impunidad.

Se confunde restauración con creación, el tan denostado riprístino está al orden del día, si no hay referencias históricas concretas se buscan diseños similares en estilo: todo un cúmulo de falsos-históricos y falsos-estéticos -como diría el maestro Cesare Brandi- auspiciados en muchas ocasiones por los intereses propagandísticos y mercantilistas de los ayuntamientos. Efectivamente, cuántos pueblos lucen ya en sus plazas mayores, antaño austeras y simplemente terrizas, trazados formales, ejes imposibles, juegos de materiales multicolores, mobiliario de marca: nada más artificial, ridículo, desolador, por alejarse de la tradición viva y del paisaje circundante.

El caso de Boadilla del Monte es mucho más grave ya que no se trata de un simple pueblo rural, sino que aquí el arquitecto Ventura Rodríguez, en la segunda mitad del siglo XVIII, despliega todo un programa de “asentamiento señorial” que -como apunta José Luis Souto, así como otros historiadores- se asemeja a un “Real Sitio a escala reducida”: un importante palacio presidiendo jardines aterrazados que repiten el esquema de tantas villas medíceas renacentistas y que conservan toda su estructura fuerte, un valioso aunque olvidado estanque con noria en el bosque cercano, una plaza formando exedra en la fachada noroeste del palacio rematada por una monumental fuente y depósito de aguas, un originalísimo e ignorado edificio circular destinado a gallinero, puentes de granito en los accesos al pueblo; todo ello unido a una iglesia de origen mudéjar y a un convento del siglo XVII.

Precisamente el elemento central de este programa barroco-clasicista de Ventura Rodríguez, es decir la plaza entre el palacio y la fuente, ha sido objeto de una rehabilitación, recién inaugurada, que, para el ya citado Brandi, pertenecería al llamado “restauro di fantasia”, “la más grave herejía dentro de la restauración”: la que pretende entrar en el mismísimo proceso de creación de la obra de arte original. Allí en efecto, se ha inventado ex novo un trazado pseudodieciochesco, nunca existido por supuesto en la mente de Ventura Rodríguez, con la intención de dar más lustre a un enclave perteneciente a la más pura ilustración. Con ello se ha roto por primera vez el diálogo palacio-fuente, se ha borrado la elegancia humilde de esta plaza, se ha querido crear - muy equivocadamente- una interrelación visual entre el palacio y el convento, elementos que nunca han tenido que ver ni histórica ni estilísticamente.

Mejor hubiera sido que el Ayuntamiento de Boadilla aprovechara esta remodelación para, entre otras cosas, suprimir las dos escaleras adosadas a la fuente -fruto de una intrépida actuación de hace unos años- y para eliminar así mismo el cinematográfico color rojo que el director Milos Forman regaló a la fachada del palacio. Para completar esta rehabilitación y en contraste con el falso lujo y el burdo triunfalismo del trazado de la plaza, se ha recurrido a una jardinería supuestamente “autóctona”, “sostenible”, “respetuosa con el medio ambiente”, de lavandas y romeros: nada más alejado de monumentos neoclásicos o barrocos, pero sí recurrente en chalés y obras públicas marginales.

En otras ocasiones, al ver este tipo de restauración tan desafortunada, hemos superado nuestras furias profesionales con el consuelo de una pronta reversibilidad de la obra a los pocos años, sin embargo en Boadilla del Monte la restauración de fantasía de la exedra se ha sumado a una generalizada desnaturalización de todo el núcleo histórico del pueblo: la privatización de la Plazuela del Depósito por parte del hotel del Convento donde además sobra diseño y faltan árboles, el revival integral de la Casa de Capellanes, el entorno de la iglesia de San Cristóbal, antes reservado, ahora abierto a través de escalinatas y cancelas a una calle recién peatonalizada que viene a ser un facsímil de todas las calles de todos los pueblos cercanos recién modernizados.

Pero nuestra preocupación no termina aquí sino que va mucho más allá, efectivamente nos preguntamos: con tanto diletantismo, tanta fantasía, tanto afán pretencioso, ¿cuál va a ser el futuro del palacio del Infante Don Luis y de sus jardines? Vista la maqueta presentada por la Fundación Autor de la SGAE, adjudicataria del uso del palacio por 75 años, tal vez debería tranquilizarme ya que, salvo las grandes obras de ampliación que se proyectan debajo del parterre, se han adoptado varias actuaciones extraídas de mi propuesta de restauración de los jardines, publicada en el 2001 (“Jardines del palacio de Boadilla del Monte — Estudio histórico y propuesta de restauración” de Serredi y Souto): los mismos “pabellones acristalados” adosados a la tapia, los mismos “jardines de sombra” en los laterales del palacio, y -lo más inequívoco e ilustrativo- un “teatro di verzura”, elemento recurrente en toda la jardinería histórica italiana, pero prácticamente desconocido e inexistente en la española. La ampliación prevista para las galerías de la segunda terraza va a impedir que en el parterre -elemento identificativo de todo el conjunto de Ventura Rodríguez- haya cipreses ni otros árboles, tampoco pérgola vegetal formando cúpula sobre la fuente central. Sin embargo sí habrá “elementos traslúcidos”,
“óculos cenitales”, “cajas metálicas prismáticas”, “cilindros de vidrio opalescentes”, “láminas de agua que actuarán como lucernarios sobre la cafetería”…

En realidad a todo esto no podemos llamarlo únicamente “restauración de fantasía”: si se llega a concretar un proyecto de estas características, ello supondría la destrucción de un jardín del siglo XVIII, único en España, que conserva íntegramente toda su arquitectura, así como su diálogo palladiano con el entorno.
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